El 30 de diciembre del año 2004 se incendió una media sombra que cubría el techo del local bailable de Once y 194 personas fallecieron: entre ellas se encontraban Agustina y Paula Antón, madre e hija malayunteras cuyo deceso desató una pelea por la memoria en los bombos que empezaron a sonar en 1996.
Escribe: Leandro Manganelli
Es un viernes de un verano que recién arranca. Uno parecido al que empezó hace 20 años. Y el clima acompaña. Como lo hacía el 30 de diciembre del 2004, en las tantas previas que hubo para ver a Callejeros en Cromañón; en todas aquellas uñas comidas por los nervios previos al show; y en la alegría desbordada que significaba para tantos pibes y pibas terminar el año con un recital de su banda favorita.
“Tenemos que volver a ponerle luz a la oscuridad, marcar un camino que se está allanando. Tomamos la causa de Cromañón como propia”, dice Pablo Sequeira. Forma parte de Mala Yunta, la murga que nació el 8 de marzo de 1996 y hoy representa a un movimiento de lucha independiente. “La primera murga autogestiva del país”, como marca Sequeira: “Rompimos el formato de las que tenían jefes, directores, punteros políticos o barras bravas”.
Agustina Antón tenía apenas 8 años cuando falleció el 3 de enero de 2005. Habían pasado cuatro días desde Cromañón. Su mamá, Paula, se fue el 31 de diciembre del 2004. Ambas eran malayunteras, como se reconocen las y los integrantes de la murga que no deja de luchar por ellas y por las más de 200 víctimas que dejó el incendio en aquel recital de Callejeros. La cifra oficial de muertes es de 194, pero no contiene a las tantas almas jóvenes que fallecieron luego por las consecuencias del humo u otros factores, o sufrieron por el simple hecho de haber ido a ver a una banda de rock. “Siempre respetamos lo que quisieran cantar los familiares de Paula y Agustina. En eso éramos soldados; nunca íbamos a oponernos a un cántico”, refuerza Pablo Sequeira, con el recuerdo latente de una situación que tocó a la murga en su fibra más íntima.
– Ni una bengala, ni el rock and roll, a nuestros pibes los mató la corrupción.
Ese es uno de los himnos que alza Mala Yunta en defensa de las víctimas de la masacre. Y este no es un término que solo usan los que la vivieron de cerca: a mitad de diciembre de 2024 se aprobó en la Legislatura que el terror del 30 de diciembre de 2004 sea considerado como “La Masacre de República de Cromañón”. Sí, 20 años después. “Adentro quedó un cuerpo / La bengala perdida se le posó / Allí donde se dice ‘gol’ / Dejaron todo bajo el vendaval / Y huyendo en el lodo no se supo más / Bajo la lluvia, el chasis se pudrió / Y así también, la criatura de Dios”, lanza la canción Bengala Perdida (del disco Téster de Violencia) de Luis Alberto Spinetta.
Pablo Sequeira dice que el foco de la lucha no está en la bengala que se prendió entre el público y encendió -en un instante- una media sombra que cubría el techo del boliche. “Siempre vamos a mirar para arriba”, explica, y el énfasis es en la palabra “corrupción” cuando se habla de un pedido de justicia contra quienes habilitaron el inmueble del barrio de Once para que entrara toda esa gente, y contra aquellos que estigmatizaron a las víctimas. Y Sequeira lo deja claro: “Los bombos están en casi todos los barrios esperando el llamado de la máxima rebelión no violenta, que es el carnaval”.
Mala Yunta flamea sus colores violeta, amarillo y rojo. Claro, en Floresta el blanco y el negro suelen predominar. Pablo, que se unió a la murga unos meses después de su creación, se movió para que los bombos sonaran en el barrio. Cuando arrancaron, se movieron por distintas zonas: Villa Urquiza y Monserrat fueron algunas de ellas. Denuncias de ruidos molestos hicieron que la murga fuera itinerante en sus días primitivos, sumado a una iniciativa impulsada por el gobierno de facto de Jorge Rafael Videla, en 1976, que había dejado sin efecto a los feriados de carnaval. Cuando nació Mala Yunta esa idea militar seguía vigente (volvieron a ser días no laborales en el año 2010) y fue otra de las razones de su desamparo. “Hablé con los pibes que paraban en la plaza Banderín, con referentes de All Boys, y les dije que iba a traer una murga que nació en Floresta pero que no tenía los colores del barrio -recuerda Pablo Sequeira-. Nos cedieron un espacio en la plaza Banderín y nos anclamos ahí”.
En Cromañón el 34% de los fallecidos tenía 18 años o menos. Y las imágenes de aquella larga noche desesperan. Larga pero fugaz. El suceso ocurrió cuando el show apenas empezaba, pero los testimonios van a durar toda la vida. “Nuestra consigna siempre es que ninguna lucha se gana con la tristeza. Estamos tratando de unir fuerzas”, cierra Pablo Sequeira. Aunque, cuando los bombos, tambores y platillos suenan con fuerza, quienes los hacen sonar tienen una sonrisa. Y hacen una ronda. Y piden justicia juntos. En comunidad.
En el polideportivo Pomar un señor juega con el que parece ser su nieto, quien tiene una camiseta de River y patea al arco mientras su abuelo hace de arquero y cede su orgullo al dejarse hacer algún que otro gol con tal de ver la sonrisa del niño. En la plaza Banderin, todo lo contrario: una canchita vacía, que pertenece a la escuela número 10 Coronel de Marina Leonardo Rosales, con una pelota desinflada y sucia al lado de uno de los arcos. Sola. Y la plaza parece incompleta: hay refacciones que estorban, pero prolifera un mensaje pintado en una de las paredes que ilumina. “Sembramos memoria para que no crezca el olvido”, dicen letras negras sobre fondo celeste, acompañadas de pañuelos blancos que hacen referencia a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Es 30 de diciembre y todo se pinta de Cromañón. Algunos lo llaman tragedia, otros tantos creen que lo correcto es decir “masacre”. Todo indica que hay que sembrar memoria para que no crezca el olvido.